¡Qué ciego es el mundo!, madre,
¡Que ciegos los hombres son!
Piensan, madre, que no existe
más luz que la luz del sol.
¡Que ciegos los hombres son!
Piensan, madre, que no existe
más luz que la luz del sol.
Madre, al cruzar los paseos
cuando por las calles voy,
oigo que hombres y mujeres
de mí tienen compasión.
Que juntándose uno a otro
hablan bajando la voz,
y que dicen: ¡Pobre ciega!,
que no ve la luz del sol.
Mas yo no soy ciega, madre;
no soy ciega, madre, no;
Hay en mí UNA LUZ DIVINA
que brilla en mi corazón.
El SOL que a mí me ilumina
es de eterno resplandor;
mis ojos, madre, son ciegos,
pero mi espíritu, no.
Cristo es mi Luz, es el día
cuyo brillante arrebol
no se apaga en la noche,
en el sombrío crespón.
Tal vez por eso no hiere
el mundo mi corazón
cuando dicen: ¡Pobre ciega!,
que no ve la luz del sol.
Hay muchos que ven el cielo
y el transparente color
de las nubes, de los mares
la perpetua agitación.
Mas cuyos ojos no alcanzan
a descubrir al SEÑOR
que tiene a leyes eternas
sujeta la Creación.
No veo lo que ellos ven,
ni ellos lo que veo yo;
ellos ven la luz del mundo,
yo veo la LUZ DE DIOS.
Y siempre que ellos murmuran:
¡Pobre ciega!, digo yo:
¡Pobres ciegos!, ¡Que no ven
más luz que la luz del sol!...
No hay comentarios:
Publicar un comentario